Javier Lorenzo Candel
Cuando Tonino Guerra escribe en cualquiera de los géneros que domina, nos ofrece la realidad desde el punto de vista del que observa, una realidad muy vivida y extremadamente padecida. La luz que aflora en aquello que ve es material suficiente para justificar tanto sus guiones de películas inolvidables como Amarcord,Y la nave vao Ginger y Fred, como sus poemas, extensa colección de sensaciones que abocan al lector al mundo personal del escritor.
Con la lectura de Tonino Guerra siempre se inicia un viaje hacia lo conocido para adentrarse, sin embargo, en nuevos escenarios que describen nuevas sensaciones, en tiempos vividos que son tiempos recuperados, todo ello bajo el prisma de la descripción minuciosa del paisaje, de los personajes que pisan la tierra, de los vientos que transportan el olor familiar en el paso inexorable de las estaciones.
El libro que ahora publica la editorial Pepitas de calabaza, titulado “La miel”, excelentemente traducido del romañolo por Juan Vicente Piqueras, no es ajeno a lo dicho.
Como si de un guion cinematográfico se tratara (en algún momento Tonino Guerra habló de la necesaria identificación de la poesía con el cine) el escritor nos sitúa en un pequeño pueblo con apenas unos cuantos habitantes (nueve, nos dice), un pueblo venido a menos que consagra entre sus calles los tiempos de la lentitud, que pone a sus habitantes como prototípicos de una época determinada, que ambienta un lugar en presente desde el pasado. Un lugar para darse al tiempo lento después de abandonar los ritmos de la ciudad, a los olores y a una relación entre dos hermanos que se convierte en el centro argumental de la trama. Otros son los secundarios que aparecen en los poemas, otras las inquietudes, si las hubiera, otros los modos y las formas de sus habitantes, pero los dos hermanos viven en el espacio del poema, el tiempo del poeta.
Y, además de todos ellos, un juego de espejos en el que el protagonista, que llega con provecta edad desde la gran urbe a los ritmos del pueblo, observa con atención su parecido con los gestos de los pocos vecinos, un parecido que le hace apostar por una identificación en la propia tierra, en la que fue también suya, para mostrarse atento a las estaciones, al fluir lento de los días, a los trabajos conscientes del mielero o la lechera, a la luz fría de un tiempo agotado en el que el personaje principal ha venido a caer.
La infancia, aquella que siempre creemos necesaria, la que brinca en cada recuerdo cuando se alcanza cierta edad, es una de las justificaciones del libro, un resorte desde donde alcanzar la crudeza de los gestos con todo el tiempo a las espaldas, la extinción de una idea, la muerte del mito pueril que nos acompaña. Y es esa muerte la que Tonino Guerra quiere dejar clavada en cada poema que compone “La miel”. Una advertencia explícita ante el paso del tiempo.
Cuenta Juan Vicente Piqueras, al final del prólogo a la edición, una anécdota muy significativa que surgió en conversación con el autor: “la miel no es autobiográfica” me dijo un día Tonino. “Eso será para ti”, le repliqué. me miró con esos ojos de mirlo que tenía, y nos echamos a reír, por no llorar.
Nueve habitantes vencidos por su propia vida y un poeta para contarlo. Y la nave va.
Comentarios
Publicar un comentario